Querido Jean-Luc; Te voy a decir una cosa: me he mareado. Por eso ahora te escribo con una cerveza, ¿a quién se le ocurriría leerte un viernes por la noche? La verdad es que dadas las circunstancias no me parecía una mala idea pero, pandemias a parte, un viernes por la noche sigue siendo un viernes por la noche, y uno no puede leerte. Así que estaba yo en mi mesa a las nueve de la noche tratando de entender tus palabras. Porque siempre has sido así ¿sabes?, callado, tímido y luego, como si nada, escribes una obra como esta. Y créeme cuando te digo, querido Juan, que, si tuviera esa habilidad, te contestaría con tus mismas formas. Si hay algo que me altera profundamente es esta necesidad de rellenarlo todo con palabras. Como si la presencia no fuese suficiente. Porque uno muchas veces no sabe como se siente, lo sé, me ha pasado, y uno intenta que el otro lo note y, a veces, a uno solo le sale hablar -entre unos y ceros parezco un ordenador, disculpa-. Lo que quería decirte es que no los culpo, a ellos, a tus personajes. Cómo no van a hablar de esa manera si no conocen otra. Igual te culpo a ti, un poco, por meterme contigo solo, porque tú sí sabes cómo se sienten, y en vez de darles otras herramientas, solo les das palabras. A mí, personalmente, me funcionan más los silencios. Así que estaba en mi mesa, a las nueve de la noche tratando de entender tus palabras y pensé, a mí, personalmente, me funcionan más los silencios. Y luego caí en la cuenta - atento Juanito que esto te va a gustar- ¡caí en la cuenta de que tu obra está llena de silencios! Estaba mareada y me acordé de que tu madre decía siempre que ojalá haberte llamado solo Lucas, que ponerte el Juan delante te dio demasiada prepotencia con las palabras. Igual por eso siempre discutíamos si jugar al fútbol o a los super-héroes, tu querías ganarme en tu campo, y yo en el mío. Pero ahora te he pillado. He encontrado los silencios en tus palabras. Igual no era tan difícil, pero era viernes, ya sabes, y un viernes por la noche, uno no puede leerte. Mareada pensaba, cuando todos hablan, no puede haber silencios. Que no digo que no se escuchen, porque hasta cuando no lo hacen, necesitan saber cuándo pueden hablar y en eso el oído les ayuda. Así que están ahí los tres con la oreja pegada, o los dos, o los cuatro, para ver cuándo el restante deja de estimular sus cuerdas vocales y se presenta la oportunidad de reprochar, o ignorar, o insultar, o molestar, o agradecer. Pero cuando son solo dos, todo cambia. Que por cierto, no costaba nada decirnos dónde y cuántos estaban en cada conversación, eh, Juan, que menudo lío. Pero bueno, uno, en medio del mareo, lo acaba pillando. Así que es la primera vez que respiro - y cuando me noto mareada, por cierto-. Entre malentendidos, disputas y riñas, uno habías dado tiempo siquiera de imaginarse la casa, y ya ni contarte la apariencia física de cada familiar. Imagínate que son todos pelirrojos, o que los hombres tienen una barbilla repuntada o las mujeres las manos especialmente ásperas. Pues nos hubiera ayudado, Juan, pero tú tenías otras armas. Como si de un campo de paintball se tratase, las emociones, en colores, sobrevuelan las habitaciones tratando de alcanzar su objetivo. Incluso las voces reconciliadoras esconden puñales por la espalda. Y yo, mareada, sigo tratando de distinguir el amigo del enemigo. Así que es la primera vez que respiro y, mientras trato de resguardarme de las dichosas bolitas de colores que tanto escuecen, me doy cuenta de que ya no escucho disparos. Como no aprendo, me atrevo a pararme y asomar la cabecita y lo que veo me sorprende. Son solo dos, Louis y Suzanne. Ahora les reconozco: ella me recuerda a mi hermana, alta, esbelta, pálida, con un gesto triste y para mí, la más fuerte de la casa, aunque entendería que no opinases lo mismo; y luego él, clavado en una silla, mirándola, sabiendo que no puede ser de otra forma, ella habla y él escucha y sabemos, todos, que no podría ser de otra forma. Suzanne y sus palabras no han dejado de ser más claras o menos sinceras que antes, pero respiran en un ambiente distinto. Sigue placentera y nerviosa, sin saber cómo articular lo que quiere decir, y lo que no quiere sentir. Creo que ya sabes, Juan, por qué mi empatía, inevitablemente, aterriza en este momento, con ella, pero no es lo único que pasa. Siento el silencio que, personalmente, más me funciona. La sinceridad del contexto de escucha que me hace parar y entender. Respirar. Entender el perdón que ella necesita, de sí misma y de su hermano. Les empujas a un lugar inevitable que tanto ellos como nosotros necesitábamos. Un lugar donde pueda asomar una verdad, por fin. Y mira que sigues sin mencionarlo, pero cuando una persona habla y la otra escucha, ya sabemos dónde estamos, a dónde, inevitablemente, hemos llegado. No es la única vez que lo haces, esto. Supongo que lo sabrás. Dotas a todos los personajes de estos momentos, donde las palabras dejan de hacer ruido y escuchamos su verdad. Donde se dan la oportunidad de perdonarse y perdonar al otro. Posiblemente no estés del todo de acuerdo pero se me ha acabado la cerveza y ya no sé hablarte de paintball. ¿Te acuerdas cuando nos comunicábamos por cartas?, yo me acuerdo. Uno escribe y el otro escucha. Esa era la exigencia del medio que tanto adorábamos. Ahora entre mensajes y llamadas parece que estamos más presentes el uno para el otro, pero no es así. Solo es ruido. Ahora entiendo un poco mejor tus silencios, los de mi familia, los de la tuya. Te lo agradezco. Espero que funcione la obra, tengo ganas de verla representada, aunque llevaré un ibuprofeno por si vuelven los dolores de cabeza, no lo dudes. Saluda a tu madre de mi parte. Nos llamamos pronto, supongo, pero no dejes de escribirme, por favor. Con cariño, Lu a 26 de abril de 2020
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AutorLucía González Undari Archivos
May 2020
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